Durante los últimos años he tenido la ocasión de convivir y trabajar con diversas personas siguiendo un esquema aproximadamente anarquista: cada uno que haga lo que quiera y lo que pueda cuando quiera y cuando pueda siempre que reme para donde debe. Esta forma de trabajar es tremendamente cómoda cuando funciona, pero no todo el mundo puede adaptarse a ella y la mayoría de las veces uno no tiene opción de elegir a las personas de su entorno. Puede aparecer alguien incompetente, a quien haya que poner una niñera encima, alguien vago que sencillamente no quiere trabajar, o alguien con ganas de fastidiar y que se aproveche de esa libertad para hacerlo. Entonces, si no te puedes deshacer de él, bien porque la decisión no está en tu mano, bien porque no puedes encontrar a nadie más competente, hay que empezar a establecer unas reglas y una burocracia , a priori absurda, para intentar minimizar los posibles efectos negativos.
Lo que planteo aquí hoy es hasta que punto las libertades concedidas a un colectivo (¿empleados de una empresa?) son medida del grado de competencia del mismo. Ilustrémoslo con ejemplos reales:
Ud. va a inscribir a su hijo en un instituto y le informan de que allí los alumnos no pueden acercarse a menos de un metro de la verja y que además necesitan consentimiento firmado de un profesor para ir al baño.
¿Qué pensaría? ¿Que le van a enseñar auténtica disciplina o que el centro esta repleto de jóvenes comerciantes?
Ahora evaluemos dos empresas del mundo de la tecnología (sean A y B empresas). En la empresa A se sigue un estricto código a la hora de vestir, se tica al entrar y al salir y hay que presentar un justificante por cualquier falta o retraso. En la empresa B no hay horarios mientras cumpla con las horas de su contrato y con las fechas de los proyectos.
Voy a proponer un ejercicio al lector, piense en una empresa local con mala fama y en una empresa que domine un mercado a nivel global y piense cuál es cuál.
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